LA RESURRECCIÓN - GEORGE M. LAMSA
- otraleccion

- 5 dic 2014
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"LA RESURRECCIÓN" UN COMPARTIR DE GEORGE M. LAMSA, DISFRUTENLO: Las tinieblas habían caído sobre las pronunciadas colinas de la alta ciudad. Jerusalén estaba en silencio. Los mercaderes de otros lugares ya habían desmontado sus puestos de las estrechas calles. La fiesta había acabado. Las vibrantes y dramáticas horas de la crucifixión habían terminado. La mayoría de los judíos que habían venido de lejanas tierras habían partido ya. Los demás se estaban preparando para salir en breve. Sacerdotes y ancianos habían vuelto a sus casas a descansar y discutían con sus mujeres y amigos el interesante drama que habían visto y disfrutado. No habían descansado casi nada desde hacía tres días. Durante todo el tiempo que habían estado torturando al hombre, los sumos sacerdotes casi no tuvieron tiempo para comer, ni tan siquiera para purificarse. Ahora estaban recostados en confortables almohadones de lino en sus palacios. Habían ejecutado sus sagrados deberes defendiendo la fe. Habían vencido lo que ellos pensaban que fue una batalla única en la historia de Israel. Aunque habían existido muchos levantamientos políticos e intrigas para deponer a sus reyes y mudar sus formas de gobierno, ninguna había nunca incitado a la revuelta o intentado reformar la religión y ley de Moisés sin que primero ganase una victoria política sobre el estado. Jeroboam y Acab habían conseguido esa notable proeza siendo gobernadores de Israel. Pero ninguno de los grandes profetas se había atrevido a cometer semejante atentado. De hecho, las acciones y conductas del nazareno habían sido el primer ataque abierto jamás realizado contra el sacro séquito sacerdotal, sin haber habido un antecedente político. ¿Quién podría protestar contra los males del sacerdocio y escapar sin castigo? Tan solo unas pocas observaciones habladas livianamente ya le habían costado aun a gobernadores de antaño sus coronas. El pastor había sido abatido y sus ovejas dispersas. El revolucionario nazareno fue vencido, llevado a la muerte, y su bando de seguidores desbaratado. Los judíos eclesiásticos congratulaban a los que habían dado falsos testimonios y a los guardias del templo por su dura labor y fidelidad. Todos lucían complacidos. ¿Qué otra prueba podían desear y esperar los ciudadanos del sumo sacerdote? El misterioso hombre a quien habían condenado y colgado en la cruz era para ellos solamente un pretencioso. Si él hubiese sido Cristo, pensaban, se habría bajado de la cruz. El auto proclamado invencible Mesías, que vino para subyugar a todas las naciones de la tierra, había muerto sin ofrecer cualquier tipo de protesta o resistencia. La satisfacción por la muerte del enemigo de su religión, no duraría mucho tiempo. El desasosiego apareció en la faz de algunos de los astutos dignatarios. Mientras más meditaban sobre la muerte de Jesús, más se turbaban sus corazones. Ellos habían cumplido con su deber, poniendo fin a la carrera del hombre que había venido del norte. Pero ellos habían enviado a la cruz a un hombre de su propia fe, que no había ofrecido la más mínima resistencia contra sus captores; que no había proferido ni una sola palabra de protesta durante su tortura, excepto cuando le fue abofeteada su mejilla por uno de los siervos que no poseía autoridad judicial; fue un hombre que voluntariamente había cargado su cruz. De hecho, mientras veían morir a Jesús, se dieron cuenta de que era muy diferente de aquel peligroso hombre de quien habían oído hablar tanto. La incertidumbre y el temor les sobrecogían ahora, a medida que otros hechos les llamaban la atención. El hombre que habían visto yendo a la cruz, como oveja para el matadero, se asemejaba a la figura del sufrido siervo predicho por el profeta Isaías. Ellos temían que pudiese resucitar, tal y como le había prometido a sus discípulos que sucedería. En la cima del monte Gólgota, a poca distancia de la ciudad, permanecían cinco horribles cruces, manchadas de sangre. Cuatro hombres habían muerto para satisfacer a las autoridades romanas, uno para agradar a la burocracia religiosa. Los cinco eran judíos y miembros de la fe judía. Los cuatro primeros habían conspirado contra las autoridades políticas, el quinto fue acusado de blasfemo. El “León de Judá,” aprisionado en la tumba, en breve seria levantado en victoria. Dentro de los muros de la ciudad unos cuantos discípulos y amigos todavía permanecían escondidos. El resto había huido a toda prisa hacia el norte, en dirección a Galilea, tratando de escapar del arresto. Algunos de ellos, ya habían recuperado sus viejas redes y barcas y se estaban dedicando nuevamente a pescar. Aunque estaban desconcertados y perplejos, todavía guardaban la fe en su Maestro. Parecían haber perdido el tiempo siguiéndole. Él había dado su vida para hacer que la fe de los judíos locales transcendiese sus fronteras y llegase a ser la fe del mundo entero. Un sumo sacerdote hubiera dado su vida en defensa de su religión, por el bien de su posición oficial y honor. Jesús no había dejado nada, sólo una madre a quien le había encomendado su cuidado a uno de sus amados discípulos. Aun sus vestiduras habían sido repartidas entre los soldados. Los más fieles entre sus seguidores no podían creer que su Maestro les había abandonado. Aquel que habían visto clavado en la cruz, había levantado muertos y abierto los ojos a los ciegos. ¿Cómo era posible que hubiese muerto? Atónitos como estaban debido al desastre que había caído sobre su Maestro, la mayoría de ellos difícilmente podían acordarse de lo que había sucedido en aquel miércoles por la tarde. Se les hacía muy difícil creer que su Señor hubiese muerto. Las circunstancias que se dieron en su arresto, tortura y crucifixión ocurrieron todas en una tan rápida sucesión y excitación, que ellos no podían recordar qué era lo que exactamente había acontecido. En Caná y en otras partes, las personas conversaban acerca de la muerte del nazareno que había sido tan difundida por todo el país. Algunos le condenaban fuertemente, otros elogiaban su gran valentía y la gracia de sus palabras, y había otros que sencillamente no sabían qué decir. Entre tanto que sus discípulos pasaban por confusas experiencias, la vida de su Maestro había terminado, pero ellos no podían creer que todo hubiese llegado a un fin. Él había dicho que su muerte era la única vía hacia la victoria, que volvería a levantarse de nuevo, que volvería con ellos. Algunos no podían creer que aquel que levantó a los muertos pudiera permanecer en la tumba. Ellos lo habían visto escaparse de sus enemigos en otras ocasiones. ¿Por qué no podría hacerlo de nuevo? Algunos de sus discípulos habían desaparecido desde el miércoles por la noche, pero habían vuelto a Jerusalén el sábado. Esperando encubiertamente en la Balakhana, la posada, en sus poderosas y penetrantes imaginaciones orientales, se imaginaban a Jesús de pie delante de ellos. Ellos se planteaban todo este asunto. Su Maestro se encontraba realmente muerto y sus esperanzas del reino en la tierra se habían desvanecido. Con sus sueños de aspiraciones materiales destruidos, ellos comenzaron a meditar espiritualmente. Mientras más pensaban en Jesús, mejor comprendían ahora sus enseñanzas. Cuando estaba con ellos, tomaban sus dichos literalmente. Ahora lo veían todo más claramente. El reino de los cielos que había proclamado, era el reino eterno. Los reinos terrenales llegarán a su fin, y todas las personas en breve se inclinarán ante el Príncipe de los Cielos. La vida temporal iba a ser incorporada con la vida eterna. Su Maestro les había mostrado el camino. Había dado una nueva esperanza a la humanidad, y a la muerte un nuevo significado. Otros movimientos religiosos habían triunfado o fracasado durante el tiempo en que vivieron sus fundadores. Cuando los fundadores murieron, sus seguidores fueron esparcidos y desaparecieron. Pero la doctrina de Jesús era la doctrina del Dios Viviente. Él les había prometido a sus seguidores que estaría con ellos para siempre. La muerte no podía separarlo de aquellos a quienes amaba. El invencible Sheol que los judíos pensaban, no estaba dentro de la potestad inclusive de su mismo Dios, fue conquistado y sus puertas cerradas, fueron abiertas. Este siniestro Sheol oprimía con fuerza sus ataduras sobre las personas. Cuando un judío moría, se dirigía a este lugar de silencio y sueño, donde era cortado y separado de su Dios. La salvación del individuo dependía en la continuidad de su posteridad. El muerto vivía en y a través de sus descendientes. No había resurrección. Cuando el Mesías viniese, aquellos que estaban vivos serían organizados en un reino eterno. Este era el concepto que tenían los hebreos sobre la muerte, y esa era la causa por la que se les hacía tan difícil a los discípulos creer que su Señor verdaderamente sería levantado. Era el principio del sábado. En el oriente, el día se cuenta desde la puesta del sol hasta la siguiente puesta del sol. La quietud de la noche había pasado. Las calles de Jerusalén comenzaban a llenarse de gente. Las últimas caravanas se estaban preparando para ir a sus destinos. Saliendo de su reclusión y en duelo tres mujeres caminaban en silencio. Sus cabezas estaban cubiertas con velos negros; sus ojos observaban a todos los que pasaban a su lado. Eran María Magdalena, Salomé y María la hermana de Marta. Iban de camino al sepulcro para ofrecerle su último tributo al Amado. Comenzaba el tercer día desde su muerte. Como pensaban, el espíritu de su Señor iba a volver de nuevo a su cuerpo, pero solamente por unos pocos minutos. Todavía se mantiene la creencia de que el espíritu del muerto regresa al tercer día para decirle adiós al cuerpo. Los parientes y amigos de un hombre que ha muerto, esperan en el sepulcro al tercer día, para estar una última vez en compañía de su pariente que ha vuelto para visitarlos. A esta ceremonia habitualmente sólo asisten las mujeres, que rodean la sepultura, lloran y le hablan al muerto, llamándole por su nombre. Las mujeres discípulas no querían perderse esta ocasión. Querían llorar en el sepulcro una vez más. Pero en esta ocasión su Señor las escucharía, y aunque no pudieran verlo, él sí las podía ver a ellas. Cuando llegaron, se quedaron extrañadas; el sepulcro se encontraba abierto. Un ángel había removido la gran piedra y estaba sentado encima de ella. Al principio pensaron que el cuerpo había sido robado. Los judíos habían insistido con los romanos para que ejercieran una estricta vigilancia sobre el sepulcro, temiendo que los discípulos pudiesen tener la osadía de robar el cuerpo. Los pocos seguidores fieles que habían permanecido en Jerusalén, también pensaron que los fanáticos judíos, encendidos en su odio, debieron secretamente haber removido el cuerpo y lo habían puesto en algún lugar desconocido, para que sus discípulos no lo hallasen o tratasen de hacer un santuario de su sepulcro. Entristecidas y desoladas por la desaparición del cuerpo de su Señor, las mujeres se miraban tímidamente las unas a las otras, cubriendo sus cabezas y mirando con tristeza de vez en cuando dentro del sepulcro vacío. Ellas habían venido para darle su último adiós a su Amado, pero Jesús no estaba allí. “¿Dónde estaría él?” comenzaron a clamar y a cuestionarse la una a la otra. Los judíos no habrían podido sacarlo de allí, porque ellos no pueden tocar un cuerpo muerto. ¿Quién más habría podido robarlo? Entonces el ángel que se mantenía vigilante sobre el sepulcro vacio, les refirió que su Señor había resucitado y que se encontraría con ellas en Galilea, y que ellas debían volver y anunciárselo al resto de los discípulos. Este es el vital testimonio que los discípulos del Cristo vivo dan a conocer en cada una de las sucesivas generaciones hasta nuestros días. Y quiera Dios, que lo continúen haciendo de igual forma hasta los confines del tiempo: El hecho de que el Resucitado es la ciertísima gloria y la permanente esperanza de la Iglesia. Esta es la victoriosa verdad que hace que la vida tenga valor y sea digna de vivirse, aquí, y en la posteridad. GEORGE M. LAMSA - MI VENINO JESÚS QUE TENGAN UN HERMOSO Y GRAN DÍA, QUE DIOS LOS SUPER BENDIGA EN TODO Y NUNCA SE OLVIDEN DE H.E.L.
OTRA LECCION PARA LA VIDA DE ALIENTO Y LA VIDA ESPIRITUAL





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